Horacio Quiroga

LA MUERTE DE ISOLDA


Concluía el primer acto de _Tristán e Isolda_. Cansado de la agitación
de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento con la falta de
vecinos. Volví la cabeza a la sala, y detuve en seguida los ojos en un
palco balcón.

Evidentemente, un matrimonio. El, un marido cualquiera, y tal vez por
su mercantil vulgaridad y la diferencia de año con su mujer, menos que
cualquiera. Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas
que más que en el rostro, aún bien hermoso, están en la perfecta
solidaridad de mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos.
Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo
provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca
las mujeres.

La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y
porque cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un
cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.

Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras
miradas se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella
mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al
sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que
haya tenido nunca.

Fué aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi
largo minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.

Fué asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su
marido, el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra
vez, pero en ese instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba
hacia allá, y después de un momento de inmovilidad de ambas partes, se
saludaron.

Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre
feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y
cinco años, barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura,
que expresaba inequívoca voluntad.

--Se conocen--me dije--y no poco.

En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había vuelto
a apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabeza
un poco echada atrás, y en la penumbra, lo miraba también. Me pareció
más pálida aún. Se miraron fijamente, insistentemente, aislados del
mundo en aquella recta paralela de alma a alma que los mantenía
inmóviles.

Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero
antes de concluir aquél salió por el pasillo opuesto. Miré al palco, y
ella también se había retirado.

--Final de idilio--me dije melancólicamente.

El no volvió más y el palco quedó vacío.

* * * * *

--Sí, se repiten--sacudió amargamente la cabeza.--Todas las
situaciones dramáticas pueden repetirse, aún las más inverosímiles, y
se repiten. Es menester vivir, y usted es muy muchacho... Y las de su
_Tristán_ también, lo que no obsta para que haya allí el más sostenido
alarido de pasión que haya gritado alma humana... Yo quiero tanto
como usted a esa obra, y acaso más... No me refiero, querrá creer, al
drama de _Tristán_, con las treinta y dos situaciones del dogma, fuera
de las cuales todas son repeticiones. No; la escena que vuelve como
una pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha
muerta, es otra cosa... Usted asistió al preludio de una de esas
repeticiones... Sí, ya sé que se acuerda... No nos conocíamos con
usted entonces... Y precisamente a usted debía de hablarle de esto!
Pero juzga mal lo que vió y creyó un acto mío feliz... ¡Feliz!...
Oigame. ¡El buque parte dentro de un momento, y esta vez no vuelvo
más... Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir, por
dos razones: Primero, porque usted tiene un parecido pasmoso con lo
que era yo entonces--en lo bueno únicamente, por suerte.--Y segundo,
porque usted, mi joven amigo, es perfectamente incapaz de pretenderla,
después de lo que va a oir. Oigame:

La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fuí su novio,
hice cuanto me fué posible para que fuera mía. La quería mucho, y
ella, inmensamente a mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante,
privado de tensión, mi amor se enfrió.

Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba
con la dicha de mi nombre--se me consideraba buen mozo entonces--yo
vivía en una esfera de mundo donde me era inevitable flirtear con
muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.

Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a
un extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente. Pero si mi
persona era interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a
prometerle el tren necesario, y me lo dió a entender claramente.

Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé con una amiga
suya, mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estas
torturas del tête-a-tête a diez centímetros, cuya gracia exclusiva
consiste en enloquecer a su flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Y
esta vez no fuí yo quien se exasperó.

Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con
Inés. Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el
amortiguamiento de mi pasión, su amor era demasiado grande para no
iluminarle los ojos de dicha cada vez que me veía entrar.

La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba,
habría cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad de
subir con su hija a una esfera mucho más alta.

Una noche fuí allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo
mismo. Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.

--Qué tienes--me dijo.

--Nada--le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Dejó
hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistemente. Al fin
apartó los ojos contraídos y entramos.

La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un
momento y desapareció.

Romper, es palabra corta y fácil; pero comenzarlo...

Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la
mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.

--¡Es evidente!...--murmuró.

--Qué--le pregunté fríamente.

La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro
se demudó:

--¡Que ya no me quieres!--articuló en una desesperada y lenta
oscilación de cabeza.

--Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo--respondí.

No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.

Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartando bruscamente
mi mano y el cigarro, su voz se rompió:

--¡Esteban!

--Qué--torné a decirle.

Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás en el
sofá, manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento
después su cara caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.

Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud--no veía más que
injusticia--acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por eso
cuando oí, o más bien sentí, que las lágrimas salían al fin, me
levanté con un violento chasquido de lengua.

--Yo creía que no íbamos a tener más escenas--le dije paseándome.

No me respondió, y agregué:

--Pero que sea ésta la última.

Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un
momento después:

--Como quieras.

Pero en seguida cayó sollozando sobre el sofá:

--¡Pero qué te hecho! ¡qué te he hecho!

--¡Nada!--le respondí.--Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo
que estamos en el mismo caso. Estoy harto de estas cosas!

Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se
incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:

--Como quieras.

Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor
propio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder:

--Perfectamente... Me voy. Que seas más feliz... otra vez.

No comprendió, y me miró con extrañeza. Había cometido la primer
infamia; y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.

--¡Es claro!--apoyé brutalmente--porque de mí no has tenido
queja...¿no?

Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme
agradecida.

Comprendió más mi sonrisa que las palabras, y salí a buscar mi
sombrero en el corredor, mientras que con un ¡ah!, su cuerpo y su alma
se desplomaban en la sala.

Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente
cuánto la quería y lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo,
matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia
alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna,
que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante, con
la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el Monte de los
Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin:
ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Y
luego, la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las
lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras la herida que
le hemos causado, es la más bella luz que pueda inundar un corazón
de hombre.

¡Y concluído! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que
acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni la
merecía más. Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre
alguno haya sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la
irreencontrable felicidad de poseer a quien nos ama entrañablemente.

Desesperado, humillado, crucé por delante de la puerta, y la vi echada
en el sofá, sollozando el alma entera sobre sus brazos. ¡Inés!
¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor,
sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi,
me detuve.

--¡Inés!--llamé.

Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque su
alma sintió, en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le
hacía mi amor, esta vez sí, inmenso amor!

--No, no...--me respondió.--¡Es demasiado tarde!

* * * * *

Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más agotada y
tranquila que la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podían
apartar de los míos aquella adorable belleza del palco, sollozando
sobre el sofá...

--Me creerá--reanudó Padilla--si le digo que en mis muchos insomnios
de soltero descontento de sí mismo, la tuve así ante mí... Salí de
Buenos Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran
fortuna... Volví a los ocho años, y supe entonces que se había
casado, a los seis meses de haberme ido yo. Torné a alejarme, y hace
un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.

No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el
encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre
hecho, que después amó cien veces... Si usted es querido alguna vez
como yo lo fuí, y ultraja como yo lo hice, comprenderá toda la pureza
viril que hay en mi recuerdo.

Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el
teatro... Comprendí, al ver a su marido de opulenta fortuna, que se
había precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al
verla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi
alma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de haberla
perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos diez años.
¡Inés! Su hermosura, su mirada, única entre todas las mujeres, habían
sido mías bien mías, porque me habían sido entregadas con
adoración--también apreciará usted esto algún día.

Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando
de concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa
partitura de Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama
viva lo que quería olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y
volví la cabeza. Ella también sufría la sugestión de Wagner, y me
miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su boca, sus manos,
estuvieron bajo mi boca, mis ojos, y durante ese tiempo ella concentró
en su palidez la sensación de esa dicha muerta hacia diez años. ¡Y
_Tristán_ siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra
felicidad yerta!

Salí entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, aproximándome a
ella sin verla, sin que me viera, como si durante diez años no hubiera
yo sido un miserable...

Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi
sombrero en la mano e iba a pasar delante de ella.

Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido.
Como diez antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida en el diván del
antepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su dicha deshecha.

¡Inés!... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo.
¡Diez años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no, Inés mía!

Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los
sollozos, murmuré:

--¡Inés!

Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me
respondió bajo sus brazos:

--No, no...¡Es demasiado tarde!...



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